El primero fue en Tijuana, en la playa de la frontera, justo donde el muro de la tortilla entra al mar. Cuando llegué al aeropuerto no tenía idea de que pasaría mis vacaciones en México, el plan era cruzar la frontera en automóvil, ir a San Diego y recorrer California. Nada de eso pasó. El destino quiso que utilizara mi visa de manera inconsciente y que después no pudiera cruzar nuevamente. Arruinado el plan, hubo que hacer uno nuevo. Ir por carretera hasta Puerto Nuevo para comer tacos de langosta con frijoles y seguir hacia el sur para conocer La Bufadora. Antes de ir hacia allá, tuve la suerte de parar en la playa donde comienza o acaba el muro fronterizo. Allí, de golpe, mi mente quedó en blanco. Viendo las olas y las aves moviéndose con libertad, me sentí en perfecta comunión. Imaginé los peces cruzar mil veces al día la línea imaginaria que divide a los humanos y que se materializa en una reja que se interna en el mar. Imaginé algún animal que vive pegado en uno de los tubos y que sin saberlo es mitad mexicano y mitad gringo. Los tubos ignoran su función de barrera y disfrutan rompiendo las olas. Mientras estuve allí sopló un viento frío que me hería dulcemente los ojos. La playa estaba casi desierta. No recuerdo qué hora era, estaba muy nublado. Una sensación de plena calma me invadió y me hubiera gustado permanecer allí mucho tiempo más. El aire se sentía limpio, apenas perfumado por el mar, y me obligó a respirar profundamente llenando mis pulmones con alegría. El sitio mostraba las trampas de la mente como ningún otro. La verdad se reía de la reja mientras del otro lado se veía estacionada una camioneta de la Border Patrol. Supe que ese momento era especial, pero no alcanzaba a entender lo que estaba pasando.
El segundo fue en el Foco Tonal, en Jalisco, cerca de Guadalajara. Llegué allá por las palabras de un hombre que conocí en un viaje. Después de la celebración de año nuevo, por la mañana, se acercó a mí con voz solemne y me dijo: Te voy a dar un regalo. Cuando vuelvas a México, ve al Foco Tonal, llega a Ocotlán y allí preguntas por él. El Foco te responderá una pregunta. Piensa bien qué quieres saber.
Aquél regalo era más una invitación o una duda. Me sentí intrigado. No obstante, antes de hacer el viaje, dejé pasar más de un año, quizá tres o cinco, no lo recuerdo. Guadalajara no estaba en mis planes y no quería pagar un viaje sólo por conocer un sitio del que no sabía nada. La boda de un amigo me ayudó a vencer la inercia. Había pensado mi pregunta mil veces, pero ya la tenía, estaba listo. Fue complicado llegar al lugar. El internet era incipiente y no existía Google Maps. Llegué a Ocotlán con nerviosismo y pregunté por el Foco. Un policía pelirrojo fue el primero en darme indicaciones. Debo haber pedido ayuda tres veces más por el camino. Al llegar, pasé de largo, lo noté porque el inclinado camino de terracería no llevaba a ninguna parte. No había un letrero claro y si lo había, yo no lo vi. Tuve que regresar sobre mis pasos. El lugar me pareció terrible, una mala broma, una fea mezcla entre el castillo de Disneylandia y un salón de fiestas infantiles. Dudé de estar en el lugar correcto. No había gente afuera y sólo se veía una mujer barriendo tras un portón blanco de herrería. Pregunté si estaba en el Foco Tonal y la mujer movió la cabeza como permitiéndome pasar. El lugar estaba vacío. De un cuarto salió un chico que me preguntó a qué venía. A conocer el Foco Tonal, respondí. Me cobró una cuota mínima y me dio algunas indicaciones. Me quité los zapatos y caminé hasta un circulo rodeado de columnas de colores. Entré al circulo, avancé hasta el centro, me detuve, levanté la vista al cielo y dije mi nombre en voz alta. La respuesta a mi pregunta se hizo evidente. Mis ojos siguieron un tremor que recorrió todo el espacio abierto delante de mí, sacudiendo la yerba y el azul del cielo. La manta de la vida respondió haciendo evidentes algunos animales que paseaban por el terreno. Fueron apenas unos instantes en que el tiempo se detuvo. Caminé hasta la barda circular que rodea al Foco y me senté sobre el suelo en silencio. La respuesta había barrido mis pensamientos. Debo haber estado allí unos cinco o diez minutos. Salí del sitio con una serenidad que nunca antes había experimentado. El camino de regreso a Guadalajara fue particularmente tranquilo y la fiesta de la boda fue muy divertida.
El tercero en el Shinobazu Pond, en Tokio. Viajé a Japón sin convicción y, salvo mi llegada al aeropuerto, toda mi estancia en ese país fue un sueño. La gente es muy amable y hay muchos templos y museos interesantes. Una tarde, en Tokio, después de un largo paseo, salí del parque Ueno, buscando dónde comer. La gente estaba sentada en el pasto descansando, sólo unos pocos comían sentados en los escalones de la entrada al parque. Caminé sin rumbo. El hambre me llevó a un supermercado. En el sótano del edificio compré comida para llevar. No encontré un espacio adecuado para sentarme y regresé sobre mis pasos hasta el parque Ueno. En una banca, abrí mis cajas y comí de prisa. Sentía que estaba haciendo algo indebido. Cuando terminé, me puse en pie y miré a mi alrededor. Estaba a unos pasos de un estanque habitado por flores de loto. La cálida luz del atardecer iluminaba las plantas. Una suave corriente de viento se movía de manera caprichosa meciendo las grandes hojas y las flores rosadas. Tomé algunas fotos y finalmente me quedé quieto, de pie, gozando del viento. Aquel espectáculo hipnótico vació mi mente. Me entraron ganas de llorar, estaba feliz. Mis ojos seguían el movimiento de las plantas y disfruté de estar allí hasta que el sol se ocultó detrás de los altos edificios. El resto del tiempo que pasé en Japón, me acompañó la paz y la buena suerte.
Abraham Echauri
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