Esta frase es el canto de la ignorancia. En algún sitio leí que cuando te sacas la lotería, cuando te dan un ascenso, cuando compras un coche nuevo o cuando tienes un hijo, nadie dice ¡Oh no! ¿Por qué tuvo que sucederme a mí?
Cada ser humano lleva dentro de sí la peregrina idea de ser especial. Así que cuando las buenas noticias llegan, es común pensar que son resultado de nuestro esfuerzo. Algunos, los menos, sintiéndose humildes, agradecen a Dios por las bendiciones recibidas. Aunque claro, ¿A quién premiaría Dios? A mí, por supuesto, por ser tan buena persona.
Sin embargo, cuando se poncha una llanta, se cae el internet, explota la olla express, perdemos dinero o se muere un familiar, entonces sentimos que Dios es injusto, que las fuerzas del universo lo han tomado personal contra nosotros, que la vecina nos está haciendo vudú.
Somos tan especiales que las desgracias del mundo siempre debe caer en otros. El hambre es cosa de África, la guerra es de Medio Oriente, las balaceras son de Culiacán, nada nos afecta, todo está pasando lejos de nuestro paraíso particular. Es el esposo de Paulina, mi compañera de natación, quien se quedó sin trabajo; es Pablo, el jefe de mi primo, el que tiene cáncer testicular; es Katia, mi concuña, a la que le robaron el coche. Nos aferramos a la fantasía de que estamos protegidos por el ojo de venado y de que la maldad nunca nos convertirá en sus víctimas, Y luego, ¡zas! cae muerto tu papá o miras directo al cañón de una pistola que te quita el coche. Entonces sí te acuerdas de Dios y de todos tus amigos y quieres que el destino venga a tu rescate y la policía encuentre al culpable sin pedirte mordida y que el médico resulte responsable y sea condenado a cien años de prisión por incompetente.
Cuando la desgracia te llega, descubres que no vives en el Edén y en lugar de agradecer tu buena suerte, los años que duró tu fantasía; te enojas con Dios y le gritas al Cielo: ¿Por qué tuvo que sucederme a mi?
Se entiende, estás en duelo y la poquita razón, que Dios tuvo bien darte, está de vacaciones. Tienes que funcionar en automático y permites que tus tripas tomen todas las decisiones. Los demás te miramos con terror y y sorpresa y cuchicheamos que siempre has estado loco, que tu padre y tu abuelo fueron iguales. Nos sentimos a salvo, la desgracia está vez te tocó a ti. Bebemos café en el funeral de tu padre hasta que Enrique suelta un chiste negrísimo y Pedro escupe el café, lo que provoca que tu tía Lupe se recargue en el ataúd y al caer empuje a Arturo, tu primo, el policía que sin querer dispara su pistola y me ensarta un balazo en el pecho. Y antes de morir, alcanzo a decir: ¡Oh no! ¿Por qué tenía que sucederme a mí?
-Abraham Echauri-