Como todos sus hijos, asisto a su casa en busca del milagro. Miro su rostro solicitando su poderosa intercesión. Relato mis miserias. Le firmo pagarés de sacrificios absurdos que nunca honraré. La reina de los cielos, la señora de las miasmas, la emperatriz de mi infierno, me vigila a través de los ojos de sus ubicuos avatares. Con infinita misericordia me concede la promesa de su gracia. Ella, la Luz, la Luna, la Estrella Polar, me escuchó. Me siento transformado.
Con silencio protejo su secreto. Sé que no la engañaron, no alegó ignorancia, deseó a Gabriel y lo conoció. Ana le advirtió del riesgo de recibir en su cuenco aquella leche amarga. Quedó preñada y ocultó el embarazo. La desesperación se transformó en inspiración. Con alabanzas involucró a Dios en lo ocurrido. Agradeció a Yahvé por el regalo de su inmaculada concepción. Ese cuento tosco debió fallar.
José también había abrazado y besado a Gabriel con una voluntad más intensa que la amistad. Para sepultar la vergüenza se unió al juego de su prometida y huyeron. Aceptar la verdad significaba el ridículo propio, el de su familia y el de su prometida. Esa niña decía la verdad. Entre sueños Jehová se lo confirmó.
Ebrio de incredulidad, Gabriel se sumó al coro: Ese niño es el hijo de Dios. Yo fui testigo de la visita del arcángel. Para sí mismo repetía en silencio: No soy un padre ausente.
Aún incrédula, obligada por una secreta desconfianza, la joven repitió su historia como un mantra protector. En los oídos de su heredero la idea echó raíces. Los cómplices esparcían la buena nueva: Dios envió a su hijo a través de una virgen, para salvarnos. ¿Salvarnos de qué o de quién? No quiero pensar, es irrelevante. Nadie adivinaba que aquella fantasía se convertiría en un dogma de imperios.
El creador aprendió a delegar. Se refugió entre las piernas de la madre de su único hijo, su primogénito recibió las llaves del Reino y tras el biombo que permite su ausencia atiende sin prisa a su vieja clientela.
La historia de Dios Hijo y su madre llegó a América en una ola perdida. Los discípulos trajeron sus textos. El muerto en la cruz se multiplicó. La sangre es un viejo hábito. La historia de la mujer caló profundo. Su osadía y su determinación son ejemplares. Yo, como ella, quiero salir de la nada y con puras palabras volverme inmortal.
-Abraham Echauri-
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