miércoles, 29 de mayo de 2024

Detrás de la raya...

 

Recientemente tuve que hacerme una foto para LinkedIn y el robot la calificó de mediocre. Me señaló que no sonrío, que no muestro los dientes superiores y que mis comisuras no dibujan una curva hacia arriba, que mi línea de quijada no es clara y que la foto no es horrible pero puede mejorar. Pasé un par de días haciendo pruebas y aunque mejoré mi puntuación, no logré quitarme la calificación de mediocre. Al parecer, no abro los ojos, mi papada es un estorbo y el sudor invade mi frente. Ya sé que Photoshop o Canvas podrían rescatarme, pero ¿qué caso tiene? Siempre he preferido estar detrás de la cámara que frente a ella. Lo mío no es sonreír, pero estoy practicando. Confío en que imitar a Jim Carrey modificará mi anatomía y pronto lograré una sonrisa digna de publicidad de pasta dental.

Ahora siento admiración por esos que todos los días suben fotos de sí mismos. Ya conocen sus ángulos, controlan sus gestos y saben hablar con su mirada, por eso ser modelo es una chamba. Pero si pones atención, descubrirás que nadie sube fotos de momentos tristes. Nadie llora. Tampoco suben fotos enojados. Obviamente hay gente que toma video de esas personas que se ponen agresivas pero nadie sube fotos mostrando su ira. Robert Downey Jr. tiene el monopolio de la impaciencia en ese meme que mueve sus pupilas por todo el arco de los párpados superiores. Mostrar vergüenza y miedo es poco ortodoxo.

La cosa es tan rara que, si no estás haciendo yoga o levantado 300 kilos en el gimnasio, estás obligado a sonreír, a lucir alegre y complacido. Estás disfrutando de tu gloriosa vida en cada toma. Quizá por eso, muchas personas prefieren tomar videos de sus mascotas. Mostrar el alto nivel de vida del perrhijo es una opción, porque su compañía brinda alegrías. Los animales tiene un abanico más amplio de conductas permitidas. Ellos pueden mostrarse enojados y agresivos, ellos pueden ser feos, tener  sueño, miedo y vergüenza, el mundo siempre los encontrará tiernos. 

Y ya sé que es muy agradable verse guapo, sano y fuerte, en sitios lindos, comiendo verduras sazonadas por un chef que en el fondo de la cocina come carne; pero algo me hace sospechar que al salir de allí van por unos de suadero. Las fotos son una máscara, un refugio. En las fotos no sopla el viento, no hay contingencia ambiental, la temperatura es ideal, la ropa es perfecta y la salud mental una constante superior. Todo es tan exquisitamente perfecto que en ocasiones creo estar en el planeta equivocado. Pero gracias a Dios, las Kardashian, cuya vida es más perfecta e incorrecta que la tuya, pelean, gritan, lloran y andan fodongas en su casa.

El asunto es que estamos tan preocupados por parecer, que la mentira se ha robado todo. De los mejores momentos de mi vida, no tengo foto. Una de las mejores fotos que me han tomado fue en plan de escarnio. Estaba en clase en la SOGEM y  me quedé dormido. No refleja mi mejor versión pero muestra que estaba cansado y aburrido. Bendito Dios, no fue posada.

 De la mejor comida que he probado, no tengo foto. De aquel concierto de Miguel Ríos que disfruté tanto, no tengo foto. De la gente que me ha ayudado en momentos clave, no tengo foto. De mi nacimiento y de mi muerte, no tengo foto ni recuerdos. De mi primera vez en bicicleta, patines, nadando en el mar, comiendo unos de pastor, bebiendo una cerveza o caminando en el bosque, no tengo foto. Tampoco de mi primer beso, ni de las cuatro veces que fui a ver El quinto elemento al cine Manacar. La vida y la felicidad pasan sin esperar  a que tengas una cámara en la mano. Cuando tengo la cámara, tomo fotos de lo que me gusta, pero rara vez de mí. 

Odio las fotos de comidas, cenas, graduaciones y demás eventos en que la gente posa. La alegría está escondida entre los que beben y bailan como si nadie los viera. Las mejores fotos son de aquello que la gente oculta. Nadie verdaderamente feliz piensa en tomar fotografías de su alegría. Por eso todos sabemos que el Instagram es sólo una pose. Sin embargo, se mueve.



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