viernes, 20 de octubre de 2017

Camino a Damasco

La Conversión de San Pablo es un episodio del Nuevo Testamento en que  Saulo, un perseguidor de cristianos, salió de Jerusalem con camino a Damasco cuando un resplandor del cielo una voz le llamó Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (Saulo es el nombre hebreo y Pablo el nombre romano) y lo dejó ciego. La Luz se identifica como Jesús y le ordena llegar a Damasco. Mientras tanto, Ananías recibe instrucciones de Jesús de curar a Saulo. Ananías encuentra a Saulo, le impone las manos para devolverle la vista, y después lo bautiza. Este episodio es también conocido como el camino a Damasco.

Después de treinta años, cuando ya no pensaba en él, encontré a Álvaro. Mi tía me dijo que lo había visto en un café de chinos en Coyoacán y dediqué mucho tiempo a estar sentado allí, esperando para verlo. No comenté nada a mis hermanos, ni a mi esposa. Fingí asistir al trabajo. En realidad me instalé en el café de chinos de nueve a cinco todos los días. Por fin, una tarde, lo vi llegar con un buen traje y una sonrisa petulante en el rostro. Iba solo. En el momento en que entró, me reconoció. Se parece demasiado a mí, me sentí incómodo al descubrir como luciré en unos años. Lo invité a sentarse a mi mesa. Le hablé por su nombre: Álvaro. Era él. Sano y salvo, contento. Cuando le cuestioné sobre las razones de su abandono, se justificó: nos había dejado todo lo que tenía. Nos dejó su casa, su rancho, su coche, sus padres, sus cuentas bancarias y se fue sin nada. Permanecí en silencio. ¿Acaso todo eso compra un padre o siquiera repara la sensación de abandono? Difícilmente cubre la comida, la escuela y diez años de sesiones con el psiquiatra para convencerme de que no fui desechado. El abandono del padre no me define ya. Ni siquiera pude honrar una tumba, insistí. ¿Por qué? Tras muchas dilaciones, dijo que no era feliz. Porque la familia que había formado no lo hacía feliz. Porque quería vivir su vida. ¿Con otra?, pregunté. Con otro, respondió. Quería ser libre. Me puse en pie y abandoné la mesa. ¿En serio? ¿No podía haber sido como tantos otros que se quedan con la familia y esconden su homosexualidad? Podía haber tenido sexo en la oficina, en el coche, en un bar o en un hotel. Yo no pedí nacer. Ese no podía ser mi padre. Yo no pedí ser parte de una familia. Yo no pedí ser la carga de un cobarde. Así que nos heredó la angustia de no saber de él por un trozo de carne. ¡Qué valiente! Dejarlo todo para ir a que te den por el culo. Imbécil. Si cree que esto se acabó, está equivocado. Que barato le saldría. Soy puto, huí para evitarles la vergüenza. Nos arruinó la infancia. Malparido comemierda. 
Lo seguí un par de semanas. Aprendí su rutina. Lo miré besándose con su pareja y con otros hombres. Eso no es mi padre. Mi padre está muerto, se llamaba Pablo. El cuidó de mí, de mi madre y de mis hermanos. Para honrar a mi padre, compré algunas cosas y me pinté algunas canas. Me escondí en el departamento de Álvaro. El viejo casero me dejó entrar; le dije que había olvidado las llaves y me abrió. Debe estar medio ciego o quizá es verdad que somos casi idénticos. 

Es fácil para mí dominar a un hombre de setenta años. Cuando salió de la ducha y me vio de pie en su cuarto, se quedó mudo. Lo  tomé de los brazos y le esposé las manos por detrás de la espalda. Intentó conversar. ¿Así que ahora tienes ganas de hablar con tu hijo? Lo amordacé. Lo tumbé desnudo en su cama. Lo até al colchón. No era muy fuerte. Tomé la chaira, la puse en el fuego y cuando estuvo al rojo vivo, la introduje en su ano. Su cuerpo se estremeció. Se sacudió tanto que rompió las ataduras. Las lágrimas inundaron su rostro. El alarido se agotó en la estopa dentro de su boca. Comenzó a sangrar. Tomé mi teléfono y le tomé video. Quería capturarlo sufriendo, indefenso, adolorido. El miedo llenaba su rostro. Me monté en él, al oído le dije: mi padre está muerto. ¿Estás listo para más? Arranqué de su cuerpo la chaira y fui a la cocina para calentarla de nuevo. Un olor a cerdo llenó el departamento. Regresé a su habitación. Estaba sentado en el suelo, arrinconado contra la pared. Gemía. Respiraba con dificultad. Me apiadé de su miseria. Le inserté la chaira ardiendo en el estómago, y le dije: Mi padre está muerto, que se quede así. Limpié todo el apartamento con cloro, me llevó todo el día. Lo amarré en posición fetal y me las arreglé para dejarlo sentado en medio de la sala. Acomodé su cabeza de tal modo que su boca abierta sirviera de recipiente a una flor que tenía sobre su escritorio. Adorné el suelo dibujando un círculo con su colección de dildos. Al anochecer, salí por la puerta sin hacer ruido y sintiéndome satisfecho conmigo mismo. Mi padre nunca fue un cobarde, murió en un accidente de tránsito en la carretera hace quince años. Hoy iré a contarle lo sucedido al Panteón Jardín, después tomaré el camino a Damasco.
                             -Abraham Echauri-

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